29.9.05

36._ Mesías

Según la tradición judía, el Mesías pertenecería al linaje más aristocrático: sería descendiente del rey David, y nacería en la misma ciudad en que nació éste: Belén. Por eso, otra forma de nombrarlo era "Hijo de David", en una acepción amplia de la palabra "hijo", en el sentido de descendiente o de representante. De forma análoga, también se le llamaría "Hijo de Dios", lo que no sonaba extraño en el ambiente de la Antigüedad, cuando a los reyes, emperadores, y príncipes se les solía considerar "hijos de los dioses"; lo mismo ocurría con los "ungidos" de Israel. Pero "el" Mesías por antonomasia sería un caso especial: sería el representante único, plenamente auténtico, del Dios único.

Jesús de Nazaret, como su nombre indica, provenía de una aldea de Galilea, una región apartada en el norte, lejos de Jerusalén. Los evangelios de Mateo y Lucas le atribuyeron, en una maravillosa alegoría, una concepción y un nacimiento prodigiosos, en el linaje de David y en la ciudad de Belén. En las genealogías que mencionan, además de emparentarlo con el rey David, le atribuyen una ascendencia que incluye las más importantes figuras de la historia de Israel, hasta Abraham, Noé, y Adán. Todo ello, ciertamente, no tiene otro propósito que el de situar a Jesús dentro del "contexto hermenéutico" propio del Mesías, y no el de una fiel narración histórica.

(El contexto interpretativo aludido, el del Antiguo Testamento, es esencial para comprender el mensaje y la vida de Jesús, y reconocerlo como el Mesías esperado; por eso dichas narraciones tienen un importante sentido, pero sólo en cuanto remiten conceptualmente a la Promesa y a su desarrollo, no en una supuesta realidad histórica de tales prodigios. Es la coherencia de su mensaje, y de su vida, con la revelación histórica de la Redención, manifestada en la Antigua Alianza, lo que nos convence de su identidad de Mesías. Nos parece que la representación plena y auténtica de Dios, en tal contexto, se apoya sobre bases más firmes que una filiación biológica --entiéndase esto tanto en lo que atañe a la genealogía como a la concepción "virginal"--, o un lugar preciso de nacimiento y unas señales astrológicas.)

Dios se ha hecho sitio en la historia humana, en un pueblo y una familia; el lugar que le corresponde es destacado, ha sido cuidadosamente preparado, pero no es aparente para el mundo. Es un sitio que contrasta con el poder y la gloria humanos; no un sitio en la "posada" de los acomodados sino en el "pesebre" de los marginados. Su nacimiento es una buena noticia para los humildes, y un descubrimiento para los "sabios" que han estado dispuestos a esperarlo y a buscarlo.

37._ Hijo único

Nos quedamos, en suma, con esa conmovedora imagen de un niño recién nacido, débil y vulnerable, que representa auténticamente a Dios encarnado por amor a los hombres, mientras resuena el mensaje angélico: "Gloria a Dios en las alturas (en el supremo nivel de la Novedad Última) y paz (salvación para la vida eterna) en la tierra (en el nivel temporal del proceso cósmico) a los hombres (a toda la humanidad, presente, pasada y futura), que son objeto de Su benevolencia". Un mensaje que describe con toda exactitud el sentido y el inicio de la Encarnación.

Dios aparece débil y vulnerable ante los ojos humanos, pero lo que nosotros reputamos como debilidad es en realidad el despliegue arrollador del poder de su "brazo", que viene a dispersar a los soberbios, a exaltar a los humildes y a saciar a los hambrientos, tal como había prometido misericordiosamente a nuestros antepasados.

Cuando vemos a Dios encarnado en Jesús recién nacido estamos admitiendo que su identidad de Mesías no ha sido posteriormente recibida ni aprendida, como en el caso de otros "ungidos", sino que es intrínseca a su naturaleza. Jesús representa a Dios de un modo único, intrínsecamente, plenamente, auténticamente. Así, reconocemos en él una misteriosa filiación divina -no al modo de una filiación biológica humana-, que es obra del espíritu de Dios para la Redención.
Por eso, afirmamos que cuando se llama a Jesús "Hijo de Dios" no se hace en el sentido lato que se aplica a otros ungidos, sino en un sentido estricto, nuevo, único, mucho más fuerte que el de ser un simple inspirado, un mero delegado o portavoz, o un investido, de Dios; mucho más fuerte incluso que el lazo que implica la palabra "hijo" en el sentido biológico. Por eso Jesús (nombre que significa "Dios salva") no es "un" ungido más, sino "el" Mesías, "el Hijo" de Dios.

Sin embargo, creemos que el propio Jesús tuvo conciencia de esto sólo paulatinamente a lo largo de su vida. Pensamos que él concibió su misión como un anuncio profético de la venida inminente del Reino de Dios, y de la necesaria conversión para recibirlo, pero que sólo fue abriéndose paso poco a poco en su mente la comprensión de que ello se realizaría por él y en él.

38._ Apocalíptico


Prosiguiendo su obra de encarnación, el Espíritu condujo a Jesús al "desierto", a acallar sus sentidos para escuchar la "voz" de su Padre, su vocación. Durante "cuarenta días", es decir durante un largo período, desde su infancia quizá, cuando "crecía en gracia y sabiduría" y se apartaba de su ambiente familiar para "perderse en el Templo", estudiar las escrituras y empezar a ocuparse de los "asuntos de su Padre".

Tuvo dudas acerca de usar sus facultades en provecho propio, para hacerse rico y poderoso; eligió en cambio cumplir la voluntad de su Padre: ser un servidor de todos, olvidarse de sí mismo para "anunciar a los pobres la buena nueva, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia de Yahvé".

El primer paso de su misión pública fue su encuentro con Juan el Bautista, un profeta que puede insertarse en una corriente de pensamiento judío que es llamada "apocalíptica", muy en auge en la época de Jesús y en los dos siglos precedentes, que se remonta a las visiones de Ezequiel y Zacarías, y al libro de Daniel, escritos en tiempos de destierro o de persecución.

Este pensamiento recogía las reflexiones lógicas que inspiraba el violento contraste entre la Promesa de Yahvé, interpretada como triunfo y prosperidad de Israel, y la amarga realidad del destierro, opresión, derrota y sufrimiento. Es una reflexión habitual entre los profetas de Israel, y su conclusión es que la culpa de ello la tiene el propio pueblo de Israel, por su comportamiento injusto, por su infidelidad a la alianza con Yahvé.
Proclaman que es necesario cambiar de actitud, hacer penitencia, cumplir la Ley, practicar la justicia, porque si no las cosas seguirán mal, e irán todavía a peor, como castigo de Yahvé. Pero también piensan que Dios es misericordioso, y que no olvida su promesa de salvar a su pueblo; por eso ha dado tiempo para el arrepentimiento, y para eso ha enviado a los profetas, pero el plazo se agota. Llega el momento en que Yahvé actuará con todo su poder, destruyendo a los opresores, y castigando a los injustos, pero salvando al "resto" fiel.
En el libro de Daniel se expresa este mensaje en forma de visiones -como es habitual en la literatura apocalíptica ("apocalipsis" significa "revelación")- de bestias feroces y horrendas, que representan a los perseguidores, tales como Babilonia o el reinado de Antíoco Epifanes; estos serán destruidos por el poder de Dios, y entonces se acabarán las desdichas y el pecado, y vendrá del cielo un "Hijo de Hombre" -es decir, ya no una bestia- que establecerá el Reino de los Santos para siempre.

En el pensamiento y los dichos apocalípticos abundan las expresiones de la "cólera" de Dios, de la destrucción de las naciones e incluso del mundo y del universo, del castigo a los malvados, de una nueva Tierra, de un Reino de Dios presidido por un representante suyo, y de la recompensa eterna a los justos. Esa nueva Tierra, y ese Reino, son llamados "la Nueva Jerusalén", que será gobernada - o en otra imagen profética, "desposada" - por el "Hijo del Hombre", el Mesías.

A estos conceptos se remitía la predicación de Juan el Bautista, quien llamaba a la conversión a los que le escuchaban, a un cambio de vida según la justicia requerida por Dios. Y, como signo de ello, a someterse a un rito de purificación e iniciación: el bautismo, o sea la inmersión ritual en las aguas del río Jordán, lo que puede interpretarse como muerte a la antigua vida de pecado (sumergirse) y nacimiento a una vida nueva (emerger); también puede hacer alusión al paso legendario de los israelitas por el Mar Rojo durante el éxodo de Egipto.

A ese bautismo se sometió Jesús, no como señal de su conversión personal, sino como anuncio del sentido de su misión: él traería un nuevo bautismo, no simbólico sino plenamente eficaz, una efusión del Espíritu que cambiaría las vidas de todos, de la muerte a la vida, realizando así el plan de salvación de Dios.

Jesús predicó un mensaje apocalíptico: la venida del Reino de Dios es inminente; esta es la buena noticia que hay que difundir, y también hay que prepararse para ello cambiando radicalmente de vida. El tiempo, el momento esperado, ha llegado. Se ha cumplido el plazo para la realización de la Promesa. Hay que creer en esta buena nueva, anunciarla, y convertirse a la práctica del bien.

39._ Buenos y malos

Pero Jesús da un nuevo sentido, mucho más amplio y profundo, al mensaje apocalíptico.
Según éste, el mundo estaba claramente dividido en buenos y malos; los buenos eran los "hijos de Abraham", los judíos observantes de la Ley, los fieles a Yahvé; y los malos eran las naciones gentiles opresoras, los idólatras, los no observantes de la Ley, los pecadores. Los buenos serían premiados y ocuparían los lugares de honor en el Reino, en tanto que los malos serían arrojados fuera.
Sin embargo, para Jesús no había una división tan tajante: él se mezclaba con los pecadores, hablaba de justificar a gente "impura" o "hereje", tales como publicanos, prostitutas, samaritanos, etc, y en cambio despotricaba a menudo contra los reputados como buenos: los fariseos, los sacerdotes y los escribas, etc. En el concepto de Jesús, nadie era realmente bueno -sólo Dios-, y nadie tampoco enteramente malo. Él desenmascaraba a los que se creían buenos, y acogía a los humildes pecadores arrepentidos. En el Reino que él predicaba se daban vuelta las tornas: "muchos primeros serán últimos, y muchos últimos, primeros".

A nosotros, que somos herederos de las enseñanzas de Jesús, nos queda claro que el Reino de Dios viene para salvar a todos los seres humanos. Todos somos buenos y malos a la vez. La división en buenos y malos no separa a la gente en dos grupos, sino que la línea divisoria pasa por el interior de cada uno. Nuestro lado malo será castigado, destruido; y nuestro lado bueno será premiado, acogido. El Reino de Dios ofrece una transformación a todas las personas para quitarles la maldad y desarrollar su bondad. Pide sólo aceptación, fe, confianza. Otorga perdón y misericordia a todos.
No sólo unos pocos escogidos -como los descendientes de Abraham- sino todos los seres humanos, presentes, pasados y futuros, son llamados a aceptar la salvación y a entrar en el Reino que viene. Porque todos somos pobres --incluso, y especialmente, los que se ufanan de sus pequeñísimas riquezas--, todos somos pecadores --incluso, y especialmente, los que se creen buenos--, todos sufrimos --incluso, y especialmente, los que se entregan al placer--, todos necesitamos de justicia --incluso, y especialmente, los que se reputan de justos--, todos necesitamos de misericordia --incluso, y especialmente, los que no tienen compasión.

40._ Reivindicaciones y compasión

Así entendemos, pues, las palabras de Jesús: "Bienaventurados los pobres, los que lloran, los hambrientos", en referencia a todos los hombres, no a una clase desfavorecida.
Es verdad que hay razón de sobra para las reivindicaciones exigidas por los marginados, son justificadísimos los resentimientos y las rebeliones de los oprimidos y empobrecidos en nuestra sociedad a lo largo de la historia; es evidente que no puede equipararse a las víctimas con sus verdugos; y absolutamente equivocado sería pretender conformar a los oprimidos con la salvación futura para no hacerles justicia ahora.
Pero estamos aquí frente a dos perspectivas, dos escalas, diferentes. Esos criterios de liberación, esas luchas reivindicativas, forman parte de la ética humanista natural, la que nace del espíritu de Dios inmanente en la humanidad, la que colabora a impulsar el proceso cósmico hacia Dios haciéndose propósito humano de justicia; pero no es la ética específica de la Redención, pues ésta no atiende a realidades históricas, temporales, sino al secreto interior de cada persona, para ofrecerle compasivamente, "de tú a tú", con el amor de que sólo Dios es capaz, la ocasión del arrepentimiento y la indulgencia, la oportunidad de volver a nacer para lo bueno de sí mismo.

Quien se ufana de unas riquezas --materiales o no-- que son realmente pequeñísimas, absolutamente despreciables a unos ojos sabios y objetivos –a los ojos de Dios--, es ciertamente muy pobre, pero no tiene conciencia de ello y en esto reside su mayor pobreza: una pobreza "interior". Jesús llama a reconocer esta pobreza, a ser un pobre "de espíritu" --es decir consciente--, a poner el corazón en otras riquezas a las que "no corroa la polilla", a convertirse a la verdadera sabiduría para ganar un tesoro imperecedero.
En esta transformación hemos de encontrar la bienaventuranza; en pasar de pobre interior a rico interior, de pecador a santo, de hedonista a prudente, de injusto a justo, de cruel a compasivo. Hemos de cambiar nuestros estrechos criterios y perspectivas por los de Dios.

41._ Internalización y universalización

Jesús sometió a la doctrina tradicional judía sobre la salvación a un nuevo criterio de radical internalización y universalización.
El Reino de Dios no viene sólo para los "buenos", no sólo para los miembros de un determinado pueblo o raza, no sólo para los practicantes de determinados ritos, no sólo para los observantes de determinada ley, no sólo para los creyentes en una determinada religión, no sólo para los pertenecientes a determinada institución o secta o cultura o grupo, no sólo para los religiosos o ascetas, no sólo para los que han tenido oportunidad de conocer a Jesús o a sus enseñanzas, no sólo para las víctimas o desfavorecidos, no sólo para los justos, no sólo para los ricos y poderosos, no sólo para los pobres y humildes, no sólo para los amigos, no sólo para los que cumplan cualquier criterio exclusivista. Sino para todos, todos los seres humanos presentes, pasados y futuros de cualquier condición, a quienes se les dará la ocasión de aceptar, en la secreta intimidad de sus conciencias, este regalo de Dios.

Únicamente desde esta visión radical, que es la visión desde la perspectiva de Dios: "desde las alturas", puede comprenderse correctamente esa ética que predica el desprendimiento, la despreocupación, el amor hasta a los enemigos.

Claro que la aceptación del Reino implica una fe y una conversión sinceras; quien en su conciencia esté dispuesto a acoger sinceramente a Dios será necesariamente un imitador suyo en las relaciones con los demás; si Dios lo compadece y lo perdona, también él deberá ser compasivo e indulgente con los otros; no podrá amar sinceramente a Dios sin amar similarmente a los demás, en quienes debe ver, más allá de cualidades o méritos, a otros tantos amados del mismo Dios, a sus hermanos.

Así, Jesús reduce el cumplimiento de la Ley, externo y exclusivista, a la práctica del amor, interna y universal. Su ética es una radicalización de una moral cerrada, es una apertura total, pero queda encuadrada en el mismo principio básico del desarrollo ético humano: "ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo"; por eso no es una abolición de la moral sino su verdadero cumplimiento.

En la fiesta de la boda de Dios y Jerusalén, la fiesta del amor de Dios y de nuestra reconciliación con Él, se había acabado el vino del Espíritu y quedaba sólo el agua de la Ley. Pero, aunque no ha llegado todavía la "hora" de la emergencia última, en atención al "resto" de Israel que se lo pide, Dios interviene mediante su Hijo: Jesús convierte el agua de la Ley en el vino nuevo de su Espíritu.

42._ Rostro

Ha aparecido por fin entonces, revelado en Jesús, el verdadero "rostro" de Dios: ese padre --o madre-- bondadoso, benevolente, indulgente, que nos ama y nos espera, que nos salva para nosotros mismos y para Sí. Ese Dios que viene a nuestro encuentro, nos abraza y nos perdona --como al "hijo pródigo" de la parábola--, ese Dios que alivia a los cansados y agobiados, que se solidariza con nuestra condición ínfima y efímera, que llora con nosotros --como lloró Jesús ante la muerte de su amigo Lázaro--; ese Dios que "hace llover sobre justos e injustos", ese Dios que se identifica con nuestro prójimo, que vela por nosotros, que tiene contados nuestros cabellos, que llama a nuestra puerta, que siempre nos escucha, a quien podemos llamar "papá" --o "mamá"--, ese Dios que quiere misericordia en vez de sacrificios, ese Dios que ve en lo secreto de nuestros corazones, que no escudriña las culpas, que sale en busca de "la oveja perdida", que se alegra más por un pecador que se arrepiente que por "noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia", ese Dios que perdona "setenta veces siete", ese Dios que es amor.

43._ Reino

El Reino de Dios es, pues, un regalo inapreciable que debemos acoger con todo entusiasmo y alegría, que debemos preferir a cualquier otro bien, como un tesoro que se encuentra y por el que se abandona todo. Está ya aquí, en germen, y va a crecer como crece una semilla hasta convertirse en un árbol frondoso.

Pero para recibirlo, para poder entrar en él, debemos cambiar, transformarnos radicalmente, volver a nacer, hacernos como niños, estar dispuestos a negarnos a nosotros mismos, y a "lavarnos los pies unos a otros", es decir a hacernos servidores unos de otros.

44._ Milagros

La transformación radical exigida para el Reino puede parecer, y es, de hecho, imposible para los hombres. Supone no sólo una buena disposición moral sino unas capacidades reales que sobrepasan abrumadoramente nuestras posibilidades. Pero Jesús anuncia, con sus palabras y con sus hechos, que ese milagro será posible mediante el poder de la gracia de Dios: "los ciegos veremos, los cojos andaremos, los leprosos quedaremos limpios, los sordos oiremos, los muertos resucitaremos, y todos recibiremos las enseñanzas del Espíritu", si estamos dispuestos a acogerlo.

En los evangelios se narran muchos "milagros" hechos por Jesús, como señales de que él era el depositario del poder de Dios. Es posible que haya practicado algunas curaciones o acciones --explicables objetivamente--, que para los observadores de esa época y circunstancias fuesen hechos milagrosos, exagerados después al contarse "de boca en boca" en las tradiciones orales que se recogieron en los escritos evangélicos.
Lo que no debemos creer es que fueron intervenciones directas de un Dios "deísta", "milagrero". No son estas curaciones concretas los dones del Reino; si así fuera, ¿cómo es que se concedieron a unos pocos solamente? Son realmente relatos alegóricos, significativos del gran regalo de salvación y transformación para la vida eterna que el Reino traerá para todos los hombres, y de que Jesús tiene la misión y el poder de darlo. No son bienes temporales, secundarios, por valiosos que nos parezcan, lo que Dios nos ofrece, ni lo que debiéramos pedirle, sino el gran bien de la vida eterna, que hace superfluos a todos los demás, y que es lo que Dios quiere darnos en respuesta a nuestras peticiones mezquinas, ya que nosotros "no sabemos pedir lo que nos conviene".

El mayor de los milagros: el de la resurrección de Lázaro, anuncia simbólicamente la resurrección de todos los hombres. Jesús llora, no como hombre solamente, sino en representación auténtica de Dios. Dios llora por el destino trágico de sus criaturas, por su condición ínfima y efímera, por su sacrificio "en aras del proceso", en "aras de Dios mismo". Dios se solidariza con nosotros, siente nuestro dolor ante la futilidad de nuestra existencia, ante la muerte; y nos trae la resurrección a una nueva vida, pero no como una vaga y remota promesa consoladora, sino aquí y ahora, en Jesús, ya que él "es" la resurrección y la vida, no sólo para su amigo, sino para todos.

Es la respuesta a la queja de Marta: "Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano"; y también la respuesta a esta misma queja en su típica versión universal: "Si Dios existiera, esto no habría ocurrido".
blog-anterior----------------------------------------------índice--------------------------------------------------blog-siguiente