29.9.05

44._ Milagros

La transformación radical exigida para el Reino puede parecer, y es, de hecho, imposible para los hombres. Supone no sólo una buena disposición moral sino unas capacidades reales que sobrepasan abrumadoramente nuestras posibilidades. Pero Jesús anuncia, con sus palabras y con sus hechos, que ese milagro será posible mediante el poder de la gracia de Dios: "los ciegos veremos, los cojos andaremos, los leprosos quedaremos limpios, los sordos oiremos, los muertos resucitaremos, y todos recibiremos las enseñanzas del Espíritu", si estamos dispuestos a acogerlo.

En los evangelios se narran muchos "milagros" hechos por Jesús, como señales de que él era el depositario del poder de Dios. Es posible que haya practicado algunas curaciones o acciones --explicables objetivamente--, que para los observadores de esa época y circunstancias fuesen hechos milagrosos, exagerados después al contarse "de boca en boca" en las tradiciones orales que se recogieron en los escritos evangélicos.
Lo que no debemos creer es que fueron intervenciones directas de un Dios "deísta", "milagrero". No son estas curaciones concretas los dones del Reino; si así fuera, ¿cómo es que se concedieron a unos pocos solamente? Son realmente relatos alegóricos, significativos del gran regalo de salvación y transformación para la vida eterna que el Reino traerá para todos los hombres, y de que Jesús tiene la misión y el poder de darlo. No son bienes temporales, secundarios, por valiosos que nos parezcan, lo que Dios nos ofrece, ni lo que debiéramos pedirle, sino el gran bien de la vida eterna, que hace superfluos a todos los demás, y que es lo que Dios quiere darnos en respuesta a nuestras peticiones mezquinas, ya que nosotros "no sabemos pedir lo que nos conviene".

El mayor de los milagros: el de la resurrección de Lázaro, anuncia simbólicamente la resurrección de todos los hombres. Jesús llora, no como hombre solamente, sino en representación auténtica de Dios. Dios llora por el destino trágico de sus criaturas, por su condición ínfima y efímera, por su sacrificio "en aras del proceso", en "aras de Dios mismo". Dios se solidariza con nosotros, siente nuestro dolor ante la futilidad de nuestra existencia, ante la muerte; y nos trae la resurrección a una nueva vida, pero no como una vaga y remota promesa consoladora, sino aquí y ahora, en Jesús, ya que él "es" la resurrección y la vida, no sólo para su amigo, sino para todos.

Es la respuesta a la queja de Marta: "Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano"; y también la respuesta a esta misma queja en su típica versión universal: "Si Dios existiera, esto no habría ocurrido".
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