29.9.05

38._ Apocalíptico


Prosiguiendo su obra de encarnación, el Espíritu condujo a Jesús al "desierto", a acallar sus sentidos para escuchar la "voz" de su Padre, su vocación. Durante "cuarenta días", es decir durante un largo período, desde su infancia quizá, cuando "crecía en gracia y sabiduría" y se apartaba de su ambiente familiar para "perderse en el Templo", estudiar las escrituras y empezar a ocuparse de los "asuntos de su Padre".

Tuvo dudas acerca de usar sus facultades en provecho propio, para hacerse rico y poderoso; eligió en cambio cumplir la voluntad de su Padre: ser un servidor de todos, olvidarse de sí mismo para "anunciar a los pobres la buena nueva, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia de Yahvé".

El primer paso de su misión pública fue su encuentro con Juan el Bautista, un profeta que puede insertarse en una corriente de pensamiento judío que es llamada "apocalíptica", muy en auge en la época de Jesús y en los dos siglos precedentes, que se remonta a las visiones de Ezequiel y Zacarías, y al libro de Daniel, escritos en tiempos de destierro o de persecución.

Este pensamiento recogía las reflexiones lógicas que inspiraba el violento contraste entre la Promesa de Yahvé, interpretada como triunfo y prosperidad de Israel, y la amarga realidad del destierro, opresión, derrota y sufrimiento. Es una reflexión habitual entre los profetas de Israel, y su conclusión es que la culpa de ello la tiene el propio pueblo de Israel, por su comportamiento injusto, por su infidelidad a la alianza con Yahvé.
Proclaman que es necesario cambiar de actitud, hacer penitencia, cumplir la Ley, practicar la justicia, porque si no las cosas seguirán mal, e irán todavía a peor, como castigo de Yahvé. Pero también piensan que Dios es misericordioso, y que no olvida su promesa de salvar a su pueblo; por eso ha dado tiempo para el arrepentimiento, y para eso ha enviado a los profetas, pero el plazo se agota. Llega el momento en que Yahvé actuará con todo su poder, destruyendo a los opresores, y castigando a los injustos, pero salvando al "resto" fiel.
En el libro de Daniel se expresa este mensaje en forma de visiones -como es habitual en la literatura apocalíptica ("apocalipsis" significa "revelación")- de bestias feroces y horrendas, que representan a los perseguidores, tales como Babilonia o el reinado de Antíoco Epifanes; estos serán destruidos por el poder de Dios, y entonces se acabarán las desdichas y el pecado, y vendrá del cielo un "Hijo de Hombre" -es decir, ya no una bestia- que establecerá el Reino de los Santos para siempre.

En el pensamiento y los dichos apocalípticos abundan las expresiones de la "cólera" de Dios, de la destrucción de las naciones e incluso del mundo y del universo, del castigo a los malvados, de una nueva Tierra, de un Reino de Dios presidido por un representante suyo, y de la recompensa eterna a los justos. Esa nueva Tierra, y ese Reino, son llamados "la Nueva Jerusalén", que será gobernada - o en otra imagen profética, "desposada" - por el "Hijo del Hombre", el Mesías.

A estos conceptos se remitía la predicación de Juan el Bautista, quien llamaba a la conversión a los que le escuchaban, a un cambio de vida según la justicia requerida por Dios. Y, como signo de ello, a someterse a un rito de purificación e iniciación: el bautismo, o sea la inmersión ritual en las aguas del río Jordán, lo que puede interpretarse como muerte a la antigua vida de pecado (sumergirse) y nacimiento a una vida nueva (emerger); también puede hacer alusión al paso legendario de los israelitas por el Mar Rojo durante el éxodo de Egipto.

A ese bautismo se sometió Jesús, no como señal de su conversión personal, sino como anuncio del sentido de su misión: él traería un nuevo bautismo, no simbólico sino plenamente eficaz, una efusión del Espíritu que cambiaría las vidas de todos, de la muerte a la vida, realizando así el plan de salvación de Dios.

Jesús predicó un mensaje apocalíptico: la venida del Reino de Dios es inminente; esta es la buena noticia que hay que difundir, y también hay que prepararse para ello cambiando radicalmente de vida. El tiempo, el momento esperado, ha llegado. Se ha cumplido el plazo para la realización de la Promesa. Hay que creer en esta buena nueva, anunciarla, y convertirse a la práctica del bien.